El mar y la fuerza
Es difícil ignorar que la política exterior boliviana respecto a Chile ha dado un vuelco sustancial, descolocando un aparato diplomático muy dueño de sí mismo y tan acostumbrado a mantener la iniciativa, cuanto a preservar arrinconados a sus oponentes. Esa tónica, impuesta desde la guerra de 1879 se mantuvo hasta la presentación de la demanda boliviana en la Corte de la Haya, acto que ha desbaratado la compostura y la flema del vecino gobierno.
La actual incomodidad del mundo político y, en parte periodístico, académico e intelectual de Chile, nace de que estos sectores, acostumbrado a la resignación, quebrada esporádicamente por paroxísticos ataques de voluntarismo, que han caracterizado la política marítima boliviana, no alcanzan ahora a asimilar cómo ha sido posible que un nuevo enfoque ponga en cuestión una relación de fuerzas que parecía establecida para permanecer.
El error inicial de subestimar la demanda boliviana ha ido más allá de generar un giro en el espacio diplomático, porque el titubeo y los ajustes sobre la marcha de la respuesta chilena han llegado a comprometer la imagen que ese país se esfuerza en proyectar y mantener, como el Estado presuntamente más modernista e institucionalista del Cono Sur, al mostrarlo como una potencia local malhumorada, mezquina y altamente propensa a asumir un papel amenazante.
El más aventajado alumno neoliberal de la región y el interlocutor privilegiado con las potencias del norte no encuentra una manera apropiada de manejar la interpelación boliviana, por lo que se precipita en gestos violentos, como la periódica captura de funcionarios bolivianos, el entorpecimiento de nuestro comercio internacional o los ademanes y declaraciones que buscan subrayar la insondable ventaja militar que ostenta frente a todos sus vecinos.
La rigidez de su esquema de respuesta preserva al canciller Muñoz como conductor central de una estrategia, pobremente concebida y ejecutada, que los sigue enredando al desnudar la incapacidad de las fuerzas democráticas chilenas para zafarse y superar el encuadre geopolítico heredado del militarismo y las dictaduras.
La perplejidad de nuestros vecinos ha permitido que los dos aciertos clave de la demanda boliviana, consistentes en que el gobierno tuvo la capacidad de rescatar y apropiarse de una fórmula, no nacida de su personal ni inventiva propia, primero, y, luego, construir un círculo amplio de alianzas interno, que todavía funciona, pese a la acumulación de tropezones e incongruencias que nuestras autoridades están sembrando en su propio camino.
La combinación de un discurso pacifista, legalista e integracionista, con disparos de saetas verbales, irritan y descontrolan a los gobernantes chilenos, sacándolos de quicio y predisponiéndolos a montar escenas donde queda de manifiesto su histórico desprecio hacia sus vecinos y a las convenciones que limiten su arbitrio, y prepotencia.
Sin embargo, hemos llegado a un punto en que el intento del Gobierno boliviano por hacerse dueño exclusivo de una causa común, empleándola como parte de los recursos para asegurar su permanencia en el poder, así como el ascendente tono patriotero y bravucón de sus voceros, aplacan los avances conseguidos hasta ahora y nublan sus horizontes.
El abuso del tono agresivo y provocador socavan la confianza aún de los más entusiastas, porque es inocultable que, inclusive en el caso de ganar la demanda en la Corte Internacional, las incongruencias gubernamentales minan la posibilidad de que una negociación forzada y erizada de reproches, y resentimientos pueda culminar en resultados satisfactorios.
La fagocitación de la nueva política marítima por parte de la estrategia de reelección continua, los ataques represivos internos contra opositores, críticos y disidentes, el desmantelamiento de cualquier núcleo cuestionador aminora la eficacia y credibilidad de nuestra demanda, cuestiona la sinceridad y coherencia de sus voceros porque deja al descubierto la inconsistencia que existe en impugnar el abuso de la fuerza, mientras que internamente se recurre cada vez más a ella para subyugar a la crítica y la discrepancia.
El autor es investigador y director del Instituto Alternativo.
La actual incomodidad del mundo político y, en parte periodístico, académico e intelectual de Chile, nace de que estos sectores, acostumbrado a la resignación, quebrada esporádicamente por paroxísticos ataques de voluntarismo, que han caracterizado la política marítima boliviana, no alcanzan ahora a asimilar cómo ha sido posible que un nuevo enfoque ponga en cuestión una relación de fuerzas que parecía establecida para permanecer.
El error inicial de subestimar la demanda boliviana ha ido más allá de generar un giro en el espacio diplomático, porque el titubeo y los ajustes sobre la marcha de la respuesta chilena han llegado a comprometer la imagen que ese país se esfuerza en proyectar y mantener, como el Estado presuntamente más modernista e institucionalista del Cono Sur, al mostrarlo como una potencia local malhumorada, mezquina y altamente propensa a asumir un papel amenazante.
El más aventajado alumno neoliberal de la región y el interlocutor privilegiado con las potencias del norte no encuentra una manera apropiada de manejar la interpelación boliviana, por lo que se precipita en gestos violentos, como la periódica captura de funcionarios bolivianos, el entorpecimiento de nuestro comercio internacional o los ademanes y declaraciones que buscan subrayar la insondable ventaja militar que ostenta frente a todos sus vecinos.
La rigidez de su esquema de respuesta preserva al canciller Muñoz como conductor central de una estrategia, pobremente concebida y ejecutada, que los sigue enredando al desnudar la incapacidad de las fuerzas democráticas chilenas para zafarse y superar el encuadre geopolítico heredado del militarismo y las dictaduras.
La perplejidad de nuestros vecinos ha permitido que los dos aciertos clave de la demanda boliviana, consistentes en que el gobierno tuvo la capacidad de rescatar y apropiarse de una fórmula, no nacida de su personal ni inventiva propia, primero, y, luego, construir un círculo amplio de alianzas interno, que todavía funciona, pese a la acumulación de tropezones e incongruencias que nuestras autoridades están sembrando en su propio camino.
La combinación de un discurso pacifista, legalista e integracionista, con disparos de saetas verbales, irritan y descontrolan a los gobernantes chilenos, sacándolos de quicio y predisponiéndolos a montar escenas donde queda de manifiesto su histórico desprecio hacia sus vecinos y a las convenciones que limiten su arbitrio, y prepotencia.
Sin embargo, hemos llegado a un punto en que el intento del Gobierno boliviano por hacerse dueño exclusivo de una causa común, empleándola como parte de los recursos para asegurar su permanencia en el poder, así como el ascendente tono patriotero y bravucón de sus voceros, aplacan los avances conseguidos hasta ahora y nublan sus horizontes.
El abuso del tono agresivo y provocador socavan la confianza aún de los más entusiastas, porque es inocultable que, inclusive en el caso de ganar la demanda en la Corte Internacional, las incongruencias gubernamentales minan la posibilidad de que una negociación forzada y erizada de reproches, y resentimientos pueda culminar en resultados satisfactorios.
La fagocitación de la nueva política marítima por parte de la estrategia de reelección continua, los ataques represivos internos contra opositores, críticos y disidentes, el desmantelamiento de cualquier núcleo cuestionador aminora la eficacia y credibilidad de nuestra demanda, cuestiona la sinceridad y coherencia de sus voceros porque deja al descubierto la inconsistencia que existe en impugnar el abuso de la fuerza, mientras que internamente se recurre cada vez más a ella para subyugar a la crítica y la discrepancia.
El autor es investigador y director del Instituto Alternativo.
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