La lección que se puede sacar de esta última experiencia es, por un lado, que la diplomacia chilena está desorientada respecto a la posición boliviana
Una muestra de la crisis por la que está atravesando la Organización de Estados Americanos (OEA) es que su última Asamblea General hubiera pasado desapercibida si no fueran dos acciones que salieron de agenda. Una, la explicación dada por el Ministro de Relaciones Exteriores de Bolivia sobre la demanda que el país ha presentado ante la Corte Internacional de Justicia (CIJ) y la insistencia obsesiva y felizmente infructuosa del Gobierno de Ecuador de querer limitar, cuando no eliminar, a la Comisión Internacional de Derechos Humanos (CIDH) y, sobre todo, la Relatoría de Libertad de Expresión.
Incluso la intervención de nuestro Canciller (acompañado del Procurador General del Estado) no hubiera tenido mayor repercusión (no hay que olvidar que por segunda vez consecutiva no se pide incluir en la agenda de la Asamblea, como corresponde desde 1979, un informe sobre el tema marítimo), si no hubiera sido la desmesurada reacción del Canciller chileno que, como en muchas otras autoridades de su Gobierno, hizo una sui generis interpretación del informe presentado.
Si se revisa la intervención del canciller Choquehuanca sobre el tema, se verá que se trata de un informe general sobre la demanda presentada ante La Haya y el reiterado pedido de que de una buena vez ambos países atiendan el tema de buena fe. En cambio, la respuesta chilena fue absolutamente desproporcionada, confirmando dos percepciones que también en Chile existen: una, que la Cancillería chilena carece de una política de estado al respecto; la otra, que a su seno han retornado las visiones más reaccionarias de esa sociedad. Incluso el tono utilizado por ese dignatario se asemeja mucho al de Abraham Koening a mediados del siglo pasado.
Por el lado del país, en algún momento las autoridades deberán explicar las razones por las que no se solicitó la inclusión del informe sobre el enclaustramiento marítimo en la agenda de la Asamblea de la OEA. Al parecer, que el país haya presentado la demandada en la CIJ no impide que pueda evaluarse en un evento de esa naturaleza el comportamiento de ambos países al respecto.
En todo caso, la lección que se puede sacar de esta última experiencia es, por un lado, que la diplomacia chilena está desorientada respecto a la posición boliviana y que en vez de buscar respuestas adecuadas a los actuales tiempos y desafíos, ha optado por refugiarse en un discurso agresivo y sin norte. Obviamente, esta actitud implica que en el país debemos estar preparados para nuevos embates de esta naturaleza y que deberemos responder con la seguridad de quien está convencido de tener la justicia de su parte y ratificando, en forma permanente y ante todos los foros, nuestra vocación pacifista.
Por otro lado, exige que el Gobierno mantenga, salvo peligrosas excepciones que deberán evitar, su predisposición a tratar el tema al margen de la política contingente y en un marco en el que primen la prudencia, la coordinación y la planificación en cada acción que se desarrolle. Asimismo, mantener la decisión de dar absoluta prioridad en materia de política exterior a nuestra acción ante La Haya.
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